"¿Comenzamos nuevamente a recomendarnos a nosotros mismos? Acaso tenemos que presentarles o recibir de ustedes cartas de recomendación, como hacen algunos? Ustedes mismos son nuestra carta, una carta escrita en nuestros corazones, conocida y leída por todos los hombres. Evidentemente ustedes son una carta que Cristo escribió por intermedio nuestro, no con tinta, sino con el Espíritu del Dios viviente, no en tablas de piedra, sino de carne, es decir, en los corazones.” 2 Cor 3. 1-3
Uno de los efectos de los avances tecnológicos es que las cartas tradicionales cayeron en desuso. Ahora mandamos mails cortitos o lo que es peor, sólo mandamos algún mensaje por teléfono, lleno de nada. Recuerdo esas escritas a mano, con tinta de pluma o bolígrafo. Las que traía el cartero y enseguida mirábamos para ver de quién era, buscando reconocer la letra de un ser querido. Porque las cartas, casi siempre traían algo bueno, no como los telegramas que raramente lo hacían.
Esas cartas nos permitían saber el estado de ánimo de quien las escribía. Según la letra, la escritura ascendente o descendente por cada renglón, el tipo de puntuación. Y casi todas tenían un formato o estilo básico. Ciudad y fecha. Iniciaban con un “querida” o “estimada”.
Y desarrollaban la esperanza del remitente de que estuvieras bien y gozando de buena salud al recibirla. Luego venían las preguntas, los comentarios, las noticias. Y finalmente, el cierre con los buenos deseos y saludos.
Quodlibet de Cornelis Norbertus Gysbrechts
Y también estaban −y aún se usan− las cartas de recomendación o se ponen referencias en los curriculum para que alguien nos presente, dando fe de quiénes somos. Por eso, hablando de cartas, y de las credenciales que habla el apóstol Pablo, podemos concluir algunas cosas.
Pablo les dice a los corintios que las cartas de recomendación ya no hacen falta. Y sus palabras nos resuenan hoy a sabiendas de que nosotros mismos somos cartas de parte de Cristo escritas en corazones de carne por el Espíritu Santo. Siento que nos queda enorme esa responsabilidad y pensaba que muchas veces no tengo una dimensión exacta de lo que eso significa.
Entonces, me puse a meditar y preguntarle a Jesús cómo sería el ejercicio de ser carta. Y la respuesta fue que para tener el documento de identidad sellado por Él, podemos ser como esas cartas antiguas. Que nuestra cara exprese la alegría del encuentro con alguien y nuestro saludo diga “querida”. Que a esa persona le puedo desear en silencio, con una sonrisa, que se encuentre bien de salud en cuerpo, alma y espíritu. Que antes de hablar de lo que me pasa a mí, podemos hacerle preguntas mostrando nuestro interés por las cosas que le pasan. Que puedo esperar que me cuente y escuchar atentamente para luego contarle de mí. Que le puedo expresar mi deseo de acompañarla de la manera que lo necesite. Que puedo pedirle su teléfono para luego mandarle algún mensaje significativo para ella, no para mí. Que le pudo ofrecer la mano de mi sacerdote o de mi diácono para recibir sacramentos. Que si no es creyente, no necesito hablar de memoria ni imponer palabras que no quiere escuchar. Que mi sola presencia amorosa, silenciosa y atenta sea la carta de Cristo que se instale en su corazón.
Y que mi saludo final, sea lleno de bendiciones, con el deseo de volver a encontrarnos. Seguramente, ese tiempo −que a veces es de cinco minutos, a las apuradas, en medio de ocupaciones y trabajos− será de beneficio mutuo.
Y, seguramente, habré empezado a ser carta de Cristo, como fundamento esencial de ser misión en esta tierra. Todo el tiempo, todos los días de mi vida, con los que piensan y sienten igual y con los que creo que no puedo hablar o coincidir plenamente.
Pero para ser carta de Cristo tengo que empezar por dejarme escribir por Él en el corazón de carne, todos los días y hasta el fin. Hasta que Él venga. Y en este tiempo de Adviento, que está viniendo, es el mejor momento del año para ofrecernos enteramente a su pluma tan misteriosa como milagrosa.
Diciembre 2018
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