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De la eternidad



Entró en el bar como siempre saludando a los más o menos conocidos. Cuando casi estaba llegando al final de la barra lo vio sentado ahí como a uno más pero desconocido aunque ella supo que ya lo conocía. ¿De dónde? ¿De qué entraña sabida y esperada?


No pudo dejar de mirarlo y sus ojos se cruzaron varias veces como de casualidad pero viéndose por todas las veces posibles de todos los encuentros posibles.

Otro día y otra vez lo mismo. Ella le puso un nombre para sí como quien bautiza lo amado íntimamente para que nada ni nadie se lo pueda apropiar de esa manera. Comenzaron los días por los que pasaba preguntándose por sus ojos. Recordaba las líneas de su cara, su pelo, su estatura, su aún indefinida sonrisa para ella.


La tercera vez que lo encontró -siempre en el mismo lugar- estuvo observándolo largamente mientras él disfrutaba de la música igual que ella que no podía dejarlo solo en ese caso ni en ningún otro y definitivamente. Todo él era impacto y misterio. Lo que más le fascinaba a ella era esa mirada de perfecciones milenarias donde se pretenden todos los abismos.


Cuando quería saber pero no se atrevía a preguntar, alguien dijo te presento a...y se produjo un encuentro cotidiano en formas y palabras. Pero una gran burbuja los encerró entre sus propios dientes y decires, entre ojos y manos que se levantaban asombrados. En la despedida se atrevieron con algunas frases elípticas y aproximadoras.


Ella se fue a su casa con la certeza de lo que se hace posible y probable al mismo tiempo. Y estuvo con sus manos entretejiendo sexo y fantasía hasta quedar cansada y embargada por las razones de esas posibilidades que se abrían como su propio centro en las delicias de una noche imaginada. Supo muy dentro de sí que aquel hombre era portador de un mensaje a través de los tiempos y que debía escucharlo atentamente. Supo que la alianza con lo inefable era el camino hacia lo mejor de ambos. Supo que ya nada podría separarlos y que tampoco podría hacer nada por evitarlo.


Hubo un día en que pudieron encontrarse con menos distancias y hablar más largamente. Como al pasar, dejaron sentado que se habían visto antes. (¿Antes? ¿En qué otras geografías y paisajes se habrían encontrado? ¿Qué mirada había sido guardada durante tanto tiempo para ellos?) Entre ironías y sonrisas fueron soltando trabas a sus palabras y cargaron las tintas en una suerte de seducción ambigua y serena como quienes saben que lo irreductible es prioritario y que la persistencia de lo mirado es espejo del alma. Como quienes se dejan ser vividos, y suspendidos en el aire llevan la evidencia puesta al límite de sí mismos.


Finalmente, hubo una excusa que los llevó a caminar entre paredes centenarias admirando la historia y sus pasajes, jugando con brazos y manos tendidas entre pared y pared, admirando catedrales y portalones. Cuando al cruzar la calle él sintió el frío de ella, le pasó una mano por el hombro con el cuidado de un buen abrazador, al decir de ella. Ya no podría desprenderse y transformó su caricia en dos brazos plegados a la espalda de ella que temblaba entera descubriendo la belleza. En un primer momento quiso ser sólo un abrazo acariciador. Luego los brazos empezaron a caminar por su cuenta y fueron percibiendo temblores. Apretaron más fuerte y más allá de todas las espaldas. Hicieron de puente entre sus almas. Convocaron a duendes recorredores de misterios que no se dicen con ninguna palabra.


Fueron milenarios minutos de encuentro y desasosiego a la vez. Lo inevitable tomaba forma y el beso tuvo su tiempo entre labios que ya respiraban la espera aliviados. Ya no podrían volver a estar solos aún sobre cualquier forma que dieran a sus pasos. No importaba seguir o no. Ya se había dejado impronta definitiva del encuentro. El después era contingencia absoluta. Ya ninguno de los dos podría decidir nada. El silencio se asoció a las manos que se buscaban. Ella dijo: ya se sabía. Él contestó que con la cabeza. Desde el primer día, dijo ella explicando pero buscando a su vez la ratificación de su certeza. Sin dejar de acariciar una de sus manos, él volvió a confirmar con callada delicadeza.


Caminaron juntos bajo una lluvia de granizo primero y de agua limpiadora después. Llegaron a la casa de ella mojados de agua y de deseo. El tiempo suspendió sus tiranos términos entre palabras y besos. La inmediatez de la muerte suele dar cámara lenta a cualquier lente. Ella sabía que cada cosa sabida e imaginada iba a llevar su tiempo y había que jugarlo en esa lentitud maravillosa que el deseo toma cuando domina el alma con la integridad y la simpleza de lo verdadero. Ambos sabían todo con mucha antelación. Con la convicción de la primera mirada proyectada desde el infinito pasado al infinito futuro -esa que doblega todos los esfuerzos racionales por poner palabras a los sentidos- se habían sellado ya todos los pactos posibles entre ellos. No eran dueños más que de sus cuerpos que no preguntan a la voluntad cuando se encuentran simplemente siendo.


La naturalidad los llevó a mezclar todos los ritos sobreentendidos con la ligereza y la sobriedad de los audaces y como sólo se beben el vino los audaces.* Hablaban, reían, consumían la vida con la exactitud y la perfección que sólo otorga la belleza. Lentamente fueron siendo presa de sí mismos, ataviados por fatigas y consuelos que llegaban a un tiempo para darse de nuevo en el abrazo profundo y desgarrado de dos soledades que se protegen, se limitan y se reverencian al mismo tiempo.**


Hacía ya muchísimo que las manos se habían encontrado y en el hallazgo habían presumido de conocimiento pleno. Las pieles respondían a un hechizo que no brotaba de ellas. Una vela alumbraba los rincones y dibujaba arcos amarillos proyectando contornos indefinidos pero valientes. En el frío de esa noche, los pies eran como desesperados peces devoradores de distancias que precisan cada aleteo para llegar a destino irremediablemente.


Poco a poco fueron desnudándose en un ritual tan único como conocido. Con el tiempo suspendido y la tensión en la cuerda de sus cuerpos fueron apareciendo territorios de piel desconocida que se prodigaba expandiendo su propio milagro. Cada nuevo instante era tan preciso y tan cierto que se hacía necesario demorarlo hasta llegar a un próximo beso. Se hizo pacto entre ellos la demora. No había avance ni retroceso porque cada paso era un nuevo comienzo. Buscaban sus pieles con la certidumbre de quien ya se conoce enteramente y sólo espera el momento de un hallazgo más profundo que el del mismo cuerpo. Nada podía detenerlos. La vida estaba frente a frente en este caso proponiendo un acontecimiento milenario. Sin embargo y sin descanso abrieron todos los caminos posibles de lo nuevo.


Recorrieron los rincones, buscaron oquedades y silencios, deambularon como locos perdidos tocando puertas desconocidas, desataron aventuras interminables, entretejieron dedos con cabellos, formaron ángulos misteriosos entre tierra y cielo. Sabían que no había un final para todo esto y por eso se avinieron al despertar de un sueño. Hubo algunos decires que dieron cuenta de la necesidad de un principio único y virgen de designios y misterios.


Durmieron amarrados, desnudos, descubiertos. Despertaron en la misma posición de abrazo y cuerpos. Él la saludó con un beso. Las luces de un domingo de invierno adelantaron una despedida interminable. Ella le preparó un desayuno que auguraba nostalgias. Hubo el comentario de lo bien que durmieron. El miró detenidamente los pies de ella que jugaba con los suyos y dijo que le gustaban. Hubo un abrazo de él apretado en las caderas de ella. Ella sólo atinó a besarle el pelo y a acariciar su cuello sabiendo que nada los ataba y sin embargo se quedaban pendientes. Sabía, como desde el primer día que se vieron, que todo formaba parte de una gran confabulación de todos los tiempos. Tantas y cuántas cosas habían tenido que pasar para ser encontrados por este abrazo. Sabía que no podría evitar sus pensamientos de él, ni la imagen de las manos acariciando intensamente sus manos, diciéndole que eran hermosas. Ni una sola de las miradas avasalladoras de sus ojos que habían trastocado su propia mirada. Ni su pelo negro. Ni su espalda, porque se la había pedido para besarla, pero para no olvidarla nunca.


Sin saber cuándo volvería, pero con las palabras de ella tomadas de antemano como prendas, él se fue sabiendo que ella lo esperaría sólo desde su deseo interminable y constante; desde su certeza y su libertad más perfecta. La libertad que da sólo aquello que trasciende las fronteras de las razones, los límites de los dientes y las promesas heridas de muerte. Porque cada vez sería un nuevo comienzo. Cada día podía ser una promesa de felicidad si les fuera posible no esperar nada y darlo todo.


Pero él sabía que ella lo esperaría siempre. Y ella sabía que él llegaría eternamente y cuando menos lo esperara.


Ambos se llevaron puesta la certeza de que lo verdadero siempre tiene la consistencia y la fragilidad de lo efímero. Lo efímero, condición fundante de la exactitud de la belleza. La belleza, aquello que no tiene aprehensión posible. Lo eterno, aquello que se instala luego de haberla poseído.


Barcelona, 5 de diciembre de 1998


* Del poeta griego Kavafis

** De R. M. Rilke

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