top of page

Amarás a tu prójimo como a ti mismo

El tiempo cronológico de nuestra vida nos va beneficiando con el reconocimiento de lo experimentado y el hoy nos da las vivencias únicas de cada día nuevo. Las líneas de tiempo trazadas por la historia nos hablan de las experiencias del ser humano sobre la tierra y nos permiten ver que, en cada tiempo, siempre priman los deseos permanentes de algo nuevo que sea mejor. Esta es la condición de la esperanza que habita en el corazón de todo hombre y toda mujer. El deseo siempre viene cargado de esperanza y de una promesa de felicidad. Como la belleza. Y buscamos cielos de nuevos horizontes.


Va llegando la Navidad y automáticamente ponemos proa a los deseos de paz y felicidad que se deslizan hacia un nuevo año, saludándonos con tarjetas, por facebook o mensajes de texto. Algunos festejan que se termina pronto porque fue duro. A la vez, esto nos hace pensar en todo lo que haremos hacia adelante si pasan cosas que, ajenas a nosotros, nos lo hacen más fácil.





Así, la Navidad también se sumerge en la necesidad de comprar y abastecernos para un día como si fuera un mes entero. Pensamos con quién podemos pasar la Nochebuena, queremos regalos para todos y que no falte bebida y comida. Todo es comprar y consumir, deseando más que nunca lo que no tenemos. Esto lo hacemos muchos casi sin pensar en ese 33,9% de argentinos que vive en situación de pobreza e indigencia, representado por un total de 16 millones de personas que viven dentro de este país que digo que es mío, nuestro. Y lo que es más y peor: el 48% de la población que vive bajo la línea de pobreza son niños de entre 0 y 14 años.


Entonces, ¿cómo proyectamos nuestros deseos de paz y felicidad? ¿Cuál es el índice que mide la proyección de nuestra esperanza? ¿Cómo diferenciar en nuestro corazón las verdaderas expectativas de cambio de las que sólo podrán ser ideales sin concretar?

Esta manera de mirarnos y vernos como totalidad, hermanados bajo una misma bandera, nos puede llevar a la impotencia y entonces dejamos que las cosas nos resbalen; a la desazón, y entonces festejamos sólo entre los propios, a puertas cerradas, sin mirar la realidad de mis vecinos que nada tienen; a la indiferencia, al vacío, a la imposibilidad de proyectar nuestros sueños y no encontrarnos con la esperanza viva de nuestro propio corazón, que pide pista ante tantos desafíos de la realidad que nos circunda.


La Navidad es nacimiento y nos llama a vivirla como un renacer, como una manera de mirarnos de nuevo y desafiarnos para hacernos cargo de esa realidad. Para ser protagonistas de una historia que es la nuestra, aun cuando a veces la miremos de costado. Nos convoca a reflexionar sobre nuestra verdadera postura ante los hechos de la realidad, y no a opinar por la que me venden desde los diferentes discursos y poderes de turno. Renacer es volver a sostener la dignidad humana como inalienable para toda persona, es revivir y promocionar la verdadera libertad que nos invita a desear que todos podamos ejercerla, es ambicionar una justicia verdadera que nos permita una paz duradera.


Es en el encuentro con nuestras pobrezas, nuestras fragilidades y dolores, nuestras miserias humanas, cuando podemos aceptar que entre en nuestro corazón una buena noticia que nos impulse a la construcción de lo mejor para todos. Esa buena noticia es que hace más de dos mil años –en un pesebre tan pobre como la casa de nuestros 16 millones de hermanos– nació quien puso luz al mundo de parte de un Dios que sólo nos quiere amar y que amemos más.


Diciembre de 2017

8 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Comentarios


bottom of page