Se ha hecho habitual escuchar, y hasta nosotros mismos decirlo, que estamos viviendo un tiempo sin valores.
Lo decimos por diversos motivos, pero sobre todo, cuando hay maltrato o falta de consideración del prójimo por el prójimo; cuando vemos conmovidos las diversas manifestaciones de la violencia en este tiempo; cuando inevitablemente, lo que se pone en juego es la vida y la calidad de vida de cada uno, sea física, emocional, psíquica o espiritual. Y sí, seguramente una de las causas por la que nos tratamos mal unos a otros, y a nosotros mismos, es que estamos viviendo un tiempo desprovisto de valores para abordar la vida. La mía y la de cada persona.
La significación y el sentido de la palabra valores –como muchas otras palabras cargadas de subjetividad o venidas a menos por las diversas connotaciones– ha ido sufriendo variaciones a través del tiempo y según las épocas. Puede haber muchas maneras de abordar la perspectiva del valor o los valores. Habitualmente, cuando nos referimos a valores, damos por sentado que son aquellas cosas constitutivas y fundantes del ser humano desde una perspectiva filosófica, religiosa o de una cultura social en su conjunto, dentro de una época determinada.
Aquí decimos que valor humano es aquello que viene dado con la necesidad –y por ende la obligación– de apreciar, generar, alimentar y ejercer todo aquello que tenga como resultado el bien. Y cuando hablamos de bien, decimos que se constituye en tal, en la universalidad y equidad de como está representado. Nunca un bien es algo individual, ni puede ser para unos pocos.
Los valores son síntesis de los estados de vida del ser humano que la dirigen hacia lo mejor y a su vez la potencian hacia la generación de más y mejores valores, dando como resultado la multiplicación de los mismos. Así, podemos decir que aquel valor que se practica constantemente, que se orienta al bien y que contribuye a la realización de la persona, traerá como efecto el desarrollo de la virtud, que se convierte en algo permanente.
Entonces, la virtud viene del hábito de proponerme algo, de tener la capacidad para hacerlo y de saber que, eso que quiero y puedo hacer, es lo que debo hacer para hacer el bien a otros y hacerme el bien. Y para reconocer el bien, contamos con los efectos que produce: paz, ternura, bondad, gratitud; conciencia de grandeza humana, de justicia, de verdad, de pureza y de belleza. Por ejemplo, la verdadera compasión –que es ese valeroso esfuerzo por sentir lo que siente el otro, junto al otro, en la circunstancia que sea–, nos lleva a la solidaridad. Y el efecto del trabajo realizado es la paz que sentimos por haber dado todo lo que estuvo a nuestro alcance, con generosidad y sin especulación alguna.
El bien es el estado en que el ser humano siente en armonía la integralidad de su cuerpo, su mente y su espíritu. El valor –virtud–, es aquello que, generado por el sentido del bien, da frutos de dignidad, de generosidad, de alegría, de virtuosismo, de solidaridad, de responsabilidad, de compromiso, de templanza, de amor, de tolerancia, ... Cuando hablamos de alguien y decimos que es bueno, que es digno de aprecio y estima, que es alguien sano, que es solidario, decimos que esa es una persona valiosa, llena de “valores”.
Es por eso que valor y bien son dos conceptos que trabajan encadenados. No se puede hablar de valor si no es aquello que viene del bien y quiere vivir en el bien. Y a su vez, es el bien quien genera el valor. Es por eso que los valores siempre tienen características comunes que podemos definir claramente: son durables, hacen a la integridad de la persona, dan satisfacción a quien los ejerce y sostiene, son trascendentes, son aplicables en nuestro accionar, son multiplicadores del bien.
Entonces, ¿cuándo fue que perdimos la brújula? Mi abuela apenas leía y escribía y sin embargo tenía muy claro qué era la dignidad y la ejercía. Sabía cómo actuar ante la vida de otro, sabía cómo educar a sus hijos, sabía escuchar a un amigo. Tenía valores genéticos con los cuales construyó con vida su vida y la de muchos. Mi padre apenas había aprendido algo más que ella y, sin embargo, vivió parado sobre la dignidad. Sabía el valor de cada cosa y sabía dar a cada una su lugar, su prioridad, con naturalidad y sin prejuicios ni especulaciones vanos. Porque también sabía que lo importante era respetar al otro para ser respetable. Siempre tenía una sonrisa puesta para todo el mundo. Apenas leía, pero tenía educación más que suficiente para tratar a cada persona como única. Sabía el valor de la vida en cada persona, en cada planta y en cada animal y también sabía el valor de cuidar todo eso en conjunto, integralmente, diríamos ahora, y sin embargo, no sabía nada de ecología ni de medio ambiente. ¿Qué hacía diferentes a estas mujeres y a estos hombres de este último siglo? Es bueno pensar la historia, recordarla, vivirla en presente para entendernos y comprendernos un poco más en el hoy. Te invito a mirar tu álbum de fotos interior, a tus abuelos, a tus padres, tu historia familiar.
Hoy, ante este mundo de cambios y de tecnologías, de dinamismos extremos y de verdades relativas, tenemos que pensar y encontrar las nuevas respuestas. Pero para eso se impone la necesidad de preguntarnos, de rehacer las preguntas, de no tener miedo de construir las preguntas poderosas, que son las que traen respuestas nuevas. Aquí se impone recomenzar cada día y ver cuáles son los carriles por los que transita mi vida. ¿Con qué tengo cargada la mochila? ¿Con qué valores me manejo? ¿Son valores? ¿Son míos? ¿Son comprados? ¿Son cómodos? ¿Son ingenios mentales? ¿Será que aún no he podido sostener una mirada sobre mí misma? ¿Me pienso a mí misma? ¿Cómo me veo? ¿Cómo me ven los demás? ¿Coinciden esas miradas? ¿Valoro mi propia vida? ¿Me reconozco como alguien llamado a generar valor?
Quizá la primera cosa que deberíamos ver es qué ideas o pensamientos tengo de mí misma y de mi propia vida. Para ese verme, debo estar dispuesta a ver qué me constituye como ser humano y como persona. Tengo que estar apropiadamente dispuesto y disponible a considerar las varias dimensiones que interactúan en mí.
Tengo que darme a la posibilidad de reveer lo que haga falta, de abrirme a lo inesperado y, sobre todo, a lo que me haga mejor. Si sólo pienso y luego existo, si la vida es sólo un día, si me doy a creer que hay alguien que vale más que otro por la razón que sea, si transformo mi vida en antinomias, si pienso que todo es según el cristal y nada hay verdadero que persista, si mi pensamiento es binario y me disocio y disecciono en partes para encajarme en este mundo, entonces no me estaré viendo en mi integralidad.
Sería bueno atrevernos y mirarnos más y mejor. Sería bueno apasionarnos con esta investigación de nosotros mismos para empezar a andar un tiempo distinto. Mi vida vale y mucho. Pero, ¿qué es esto de ser una vida que tiene un cuerpo del que es consciente, es decir que tiene una mente que se mira a sí misma? Y, ¿qué es esto de entrar en una secuencia donde puedo ver que me veo y, además, reconozco y veo que tengo sentimientos y emociones y puedo ser consciente de ellos aunque a veces me dominen? Y, ¿qué más soy? ¿Qué más me constituye inevitablemente y más allá de mí mismo?
Mi ser, como el de cada uno, se desenvuelve en tres cuerpos que son uno y el mismo. Mi cuerpo físico con el que aprecio y vivo el mundo a través de los sentidos, el que me sitúa, me da las coordenadas espaciales, registra los sonidos del mundo, los sabores, las caricias y las arrugas, me para sobre mis dos piernas y me hace caminar, el que me testifica ante los otros, con un rostro único y una genética única.
Mi cuerpo-alma que aloja a mi mente, a mi voluntad, a mis sentimientos y mis emociones. El que se reconoce en un nombre con el que los demás me llaman, el que registra con la inteligencia lo que me hace bien de lo que me hace mal –sea a mi salud física como emocional–, el que puede poner en acto su voluntad para caminar en una dirección o en otra, el que me selecciona las diferencias para respetar el mundo.
Mi cuerpo espiritual, espacio privilegiado de mi ser consciente, de mi intuición y de la común unión con los otros y el universo entero. El que me sitúa en el hábitat total de mi ser habitado, nombrado, y me trasciende ampliamente a mí misma, el que me hace uno con el otro sin razones ni pensamientos, ni emociones banales, ni sentimientos adquiridos, el que tiene la percepción total de todas las comunicaciones posibles. Del balance equilibrado de estas tres dimensiones adecuadamente integradas, nacerá la armonía que tenga mi vida. Reconocerme, aceptarme, buscarme en lo mejor de mi interior, sacar lo mejor de mí es una tarea que se hace cada día, sin prisa y sin pausa.
Somos ese todo misterioso para nosotros mismos que necesitamos descomponer en estas partes para conocerlo, entenderlo, comprenderlo y trascenderlo. Pero sólo en el momento casi mágico de la integración perfecta de este pequeño cosmos –que camina en soledad ante la necesidad de habitarse a sí mismo– se produce ese salto al vacío que nos hace caer en la cuenta de que somos parte de otra parte, de otra parte, de otra parte…
En la capacidad de comprenderme, y comprender mis formas de ser, se construirá la casa habitable de mi vida. Y el comprender sucede por, con y en esa otra parte que se simboliza con el corazón. Allí donde nada puede ser dicho, donde las palabras se pierden para que el silencio abrigue los latidos.
Tener valores para abordar, describir y vivir el mundo es empezar inevitablemente por concebirme a mí misma, por gestarme y parirme una y otra vez como parte de un todo inconcebible, que a la vez de contenerme, me trasciende por lo desproporcionado de su inmensidad y lo desmesurado de su eternidad.
Para pintar un lienzo o escribir sobre una partitura, para construir un edificio o sembrar un campo, para fabricar zapatos o hacer pasteles, para hacer política o filosofar, para sacar una buena foto o hacer una película, para escribir un libro o trazar un camino nuevo, para dar una opinión sobre cualquier cosa o poner mis convicciones como fuente de un saber verdadero incontestable, tengo que poner en juego —y hasta que duela— los valores que me constituyen. Porque concebir una obra, cualquiera sea su trascendencia en el tiempo, conlleva la condición de que sea universal, por tanto, presupone un acto de amor universal, para todos. Y en ese acto, fundo mi consideración respecto del otro. Si lo que hago es un bien, será un bien para todos.
Tener valores es crear el bien para mí cuerpo físico, mi mente, mi conciencia y mi corazón. Tener valores no es adentrarme en un sistema de valores comprados o construir uno propio. Tener valores es vivir la osadía de relacionarme en el bien con el otro, por el otro. Tener valores es parir un mundo donde la vida se ponga de moda todos los días. Porque vivir es crear el bien sin descanso.
LC
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