Si es cierto que los seres humanos necesitamos de teorías, filosofías, ideologías y modas para sustentar nuestra precaria, temerosa y mortal humanidad, también lo es que recurrimos a todo lo que nos queda a mano para destruir esta vida que no nos pide más que la dignidad de vivirla.
Dentro de este terreno, –el de la autodestrucción constante de la humanidad– podemos hablar de muchas cosas. Desde la imposibilidad de paliar el hambre de los pueblos hasta la ingeniosa maquinaria de la guerra, pasando por variaciones que van de la ruleta rusa al uso de drogas mortales, de la apología de la condena a muerte a la convicción de la justicia por mano propia, de la infravaloración de la propia vida al descarte sistematizado y legal de la vida del otro. Por acción u omisión, todas son palabras, gestos y actos que nos condenan a nosotros mismos. Paradojas de una humanidad que no cesa de no querer adecuarse a su propio ser, en cuerpo, alma y espíritu.
El mundo sigue mutando aceleradamente y nosotros seguimos gritando silenciosamente en medio del desamor, las enfermedades físicas y psicosociales, los desconciertos y sin sentidos, el racionalismo y el relativismo que no nos permiten ver en verdad quiénes somos. Como si la vida fuera algo de todo eso.
No se trata hoy de fanatismos, ni de discusiones, ni de falsas antinomias. No se trata de ver quién grita más fuerte o tiene el arma más potente. No se trata de tener razón. Se trata de empezar por amar.
Esto es, empezar por nosotros mismos, como la caridad, que bien entendida empieza por casa. Sin justificaciones, ni ideales enemigos de lo posible. Estamos ante la maravillosa posibilidad de ser protagonistas de la vida verdadera y quizá la primera señal a tener en cuenta sea la que nos da nuestro propio cuerpo. Referente preciso y único de nosotros mismos. Nuestro cuerpo sabe del ser natural. Del que late sin más, con una vida que sólo puja por vivir. Nuestro cuerpo habla y estamos empecinados en obviarlo. Y nuestro cuerpo es la voz del alma sin voz.
Así, nuestro cuerpo está mutando junto al cuerpo social de la humanidad y la única posibilidad que tenemos de no ir a contramarcha es la de permitirnos escucharlo. Claro que para esto, tenemos que amarnos a nosotros mismos, y el del amor sigue siendo un ejercicio para el que no hemos sido educados. Tenemos que entrenarnos diariamente en esta materia, empezando por nuestra casa.
Nuestro pulso –el tuyo, el mío, el del otro– es la base del ritmo, que es la base de la música. Nuestro pulso, nuestros latidos, son la base del pulso universal. Cada uno de nosotros es una caja de resonancia y la música es el lenguaje de los corazones. Una orquesta universal está esperando por cada uno de nosotros.
La decisión de amar de cada uno está irreversiblemente entretejida con la de cada otro. Así, vamos sumando pulsos, no razones; música, no palabras vacías; sentimientos trascendentes y no ideologías o modas de turno. Así, una red invisible y solidaria dará señales ciertas para un ser humano que debe alumbrarse una vez más, consciente de que la luz no la pone él, pero con ella puede ver.
Seamos mejores músicos para una humanidad que necesita dignificar su existencia ante sí misma y ante todos los seres vivos de la tierra.
Ser protagonista de la vida que nos toca vivir hoy, es tomar la decisión de amar más, mucho más que estar a la búsqueda de las razones que nos inventa nuestra propia mente descolocada y sin sentidos o compramos en el supermercado de las razones de un mundo que lo único que pretende es vender más.
Integrar las partes de nuestro ser a partir del amor, es el gran desafío. Deshacer los miedos para avanzar y sostenerlo es la tarea diaria a la que estamos invitados permanentemente.
Quizá se trate de lo que no se declama. Las buenas orquestas solo se dedican a tocar. Lo nuestro, es amar y sin descanso. Porque el amor, el verdadero amor, no es un sentimiento, sino pura trascendencia.
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