En este tiempo de cambios todos estamos buscando una dirección posible que nos brinde seguridad y algún propósito como individuos y como sociedad. Y se nos hace difícil analizar los cambios que ahora transitamos asombrados, porque no señalan un futuro equilibrio, sino las tensiones propias del momento que estamos viviendo. Jactanciosos al extremo por creernos portadores de verdades sin freno y de una capacidad de análisis que hemos aprendido leyendo diarios, mirando tele o discutiendo con los amigos en el bar, seguimos pensando de la misma antigua manera, sumergidos en un mismo siempre, sin poder abordar los cambios de un tiempo que nos arrebata y nos supera.
Somos habitantes de una sociedad abarrotada de conocimientos y de información que necesita una expansión equivalente de sabiduría que nos permita usarlos acertadamente. Convertirnos es muy costoso. Tenemos que dejar la comodidad de quien sólo mira y opina livianamente desde afuera, para ser protagonistas en un escenario lleno de incertidumbre que nos interpela y nos compromete.
Hay que dejar la indiferencia ante el prójimo con el que me igualo cuando se inunda el barco en el que viajamos o la ciudad en la que vivo. Sólo en el reconocimiento de una misma necesidad empezamos a alejarnos de nuestro ombligo. Cuando hablamos de “todos” hay que sentir esa palabra en la boca del estómago, porque el hambre duele justo ahí. Y si uno sólo pasa hambre todos somos responsables. Hay que dejar la necesidad de la adrenalina permanente que nos permite describirnos como pasionales y transgresores, porque desde ahí construimos otro mito actual que es el de la espontaneidad.
Suponemos que ser espontáneos es escaparse de los límites de cualquier determinación social y que eso nos hace auténticos, libres y verdaderos. Pero eso está bueno para los adolescentes. Ellos no saben lo que quieren, pero lo quieren todo ya. Hay que dejar la cara antinomia de los extremos en los que nos movemos y que suponemos nuestra más alta e indeclinable razón de ser.
Cuando nos hacemos grandes aprendemos que vivir no es andar entre el blanco y el negro, sino en las altísimas gamas de una paleta de colores infinita. Hay que empezar a confiar en el sentir del otro simplemente porque no podemos entrar sin permiso en la sensibilidad vital de las personas sin violarla y porque cada uno necesita ejercer su libertad con la responsabilidad que le compete, según sus elecciones. Hay que dejar los sueños personales para construir los sueños comunitarios y sociales, esos que nos muestran horizontes de dignidad y grandeza para ese todos que tanto nos cuesta asumir como pueblo. Hay que dejar de ser sólo una parte, para encontrarnos en el todo.
Es justo y necesario ubicarnos en la unidad del conjunto y en el camino aún no transitado. Nuestros pueblos han optado por la democracia hace ya varios años y es necesaria la reflexión que sabe someter los impulsos para dotar de razones las necesidades que hacen al bien común. Esto es empezar a construir una democracia con ganas de ser adulta y la nuestra tiene en su base virtudes y principios esenciales para todos. Son las virtudes democráticas las que ponen límites a las reacciones primarias y por eso mismo protegen la diversidad en todas sus formas y neutralizan la tentación de hacer justicia por mano propia.
Podemos dejar de opinar “todológicamente” –sin conocimiento cierto de las situaciones y de los problemas profundos que afectan a las personas– para empezar a ejercer el principio democrático que a todos nos iguala: nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario. Podemos empezar a valorar la vida propia y ajena desde la certeza de que cada vida es perfecta y necesaria. Podemos dejar de meter a todos en la bolsa de las generalizaciones espontáneas para no condenar a muchos por los males que suelen cometer unos pocos. Podemos dar a cada persona la oportunidad de ser ciudadano luego de pagar sus condenas. Podemos entablar diálogos fecundos entre quienes se pretenden adversarios. Podemos dejar los caminos paralelos y empezar a transitar los caminos que se someten a la red de los encuentros.
Son muchas las cosas que hay que dejar, y muchas más las respuestas que afrontar ante las nuevas preguntas que aún no somos capaces de formularnos. Sin embargo, podemos darnos a los límites de nuestra espontaneidad instintiva para abordar los cambios que sólo nos piden una valentía puesta en la esperanza de horizontes aparentemente desconocidos, pero asentados sobre la convicción de nuestros valores y virtudes ancestrales, que seguramente llevamos puestos, como pueblo que reconoce su propia historia.
Recordando los profundos cimientos que otros cavaron donando su vida, seamos capaces de levantarnos sobre la roca firme de esa manera de amar que nos contiene a todos.
23 de julio de 2014
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