Una famosa frase dice que “el hombre es lo que come”. Pero sabemos que el alimento no es solo aquello que sirve para que las funciones vitales cumplan su cometido.
Somos más, mucho más que un cuerpo bien alimentado. Lo que nos constituye como personas es todo lo que portamos en nuestra corporeidad: nuestros aspectos físicos, intelectuales, sociales, afectivos y espirituales. Somos nuestra capacidad de razonar y sentir más allá de los sentidos. Somos la voluntad activa y pasiva que nos habita. Y somos también una dimensión espiritual que contiene nuestra consciencia, nuestra comunión con los demás y una intuición que nos desborda.
Nuestra corporeidad nos invita a preguntarnos y reflexionar sobre el alimento que le damos. Nuestro corazón acostumbra a latir aproximadamente unas 100.000 veces por día y 35 millones de veces por año. Además de estar agradecidos, deberíamos preguntarnos qué le damos para corresponder a semejante tarea.
Con qué maneras del olvido y la sinrazón estamos alimentándonos en este tiempo. Con qué material intangible. Con qué silencios y qué música. Con qué medidas medimos aquello de lo que nos alimentamos.
La primacía la tiene el consumo y transformamos nuestro ser íntegro –todo lo que somos–, en aquello que tenemos porque compramos sin medida. Glotones de tecnologías. Voraces de lo innecesario. Tragones de lo efímero. Golosos de satisfacciones vacías. Hambrientos de virtualidad. Ávidos de nadas y de inconsistencias.
En esta vastedad, dejamos de pararnos sobre nuestros sueños y hace ya demasiado tiempo que el arte no termina de manifestarnos y la filosofía ha quedado a la intemperie. Porque ya no queremos preguntarnos qué es el hombre. Compramos compulsivamente y muy decididos lo que tenemos que pensar, que ya viene enlatado en superficies resbaladizas y fórmulas de pensamiento tan tóxico como disparatado. Porque ya no somos capaces de pensarnos a nosotros mismos. Y lo que es peor, creemos que los términos de moda nos dan identidad y pertenencia cuando sólo generan discursos vacíos para mentes vacías y espíritus que perdieron todo rumbo. Todo junto, la vaciedad de los que emiten –y se creen progresistas– atacando activamente la vaciedad de los ya desposeídos de todo, de los verdaderos hambrientos, de los que ni sueños pueden tener porque día a día les son robados.
Somos lo que consumimos. Las fórmulas del poder de turno que nos aprisionan y nos hacen hablar con palabras ajenas. Las medidas de lo conveniente según algún economista de turno. La asimilación de las tragedias evitables como si no lo fueran. Las mentiras cotidianas de los medios. Las falsas noticias de las redes sociales. Los comentarios interesados de los famosos de turno. Las comidas gourmet de los que comen ignorando a quiénes no lo hacen. Los estereotipos inventados y las identidades sin cultura alguna. La pertenencia a lo desconocido porque a algo hay que pertenecer. Los vacíos de otros porque son mejores que el propio. La inexistencia de la verdad porque la posverdad lo dice. Las inconsistencias del amor, porque el amor también se ha hecho agua.
Y así, le colgamos los botines a la vida. A la nuestra. A la de cada uno. A una interioridad que pide a gritos que la atiendan. A la hondura que nos llama a pararnos frente a nosotros mismos como personas para situarnos más allá del vacío y levantar vuelo con alas de nueva humanidad.
Despegarnos de lo que exacerba los sentidos pero vacía la mente y la consciencia puede darnos una nueva medida de lo que podemos ser para este tiempo. Y para eso, habría que empezar por decirle no a “una orientación antropológica que reduce al ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo”(1) despiadado, fuente de inequidades y destino de pobreza en todos los aspectos de nuestra corporeidad tanto individual como social.
(1) Papa Francisco, Evangelii Gaudium, #55
18 de septiembre de 2018
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