Hacía casi 30 años que no entraba en el Colegio. Llegué en taxi. La entrada estaba por otro lugar que el que yo conocía, en la esquina del fondo del Merner hall.
Caminé muy lentamente. Miré hacia el ombú donde tantas veces nos encontrábamos a charlar con los chicos. Tengo muchas fotos de ese verde grabadas en mi memoria. Sentí que mi disco rígido funcionaba perfectamente. Como en un holograma, lo sentí pasar al Sr. Urcola paseando con sus perros, cabeza gacha, manos en la espalda.
La puerta del que fuera nuestro internado de señoritas, -así decía el folleto que llegó a mi casa-, estaba abierta. Caminé casi en puntas de pie y llegué a la puerta del salón de juegos. Entrando, a la derecha. Cuando miré hacia adentro, yo era la niña con mis ojos de once años, que entraban como la primera vez, luego de que mis padres se despidieran llorando. Repasé todo. Casi igual. No sé si era mi mirada o si todo estaba como entonces.
Desde ese momento me sentí inmersa en una película. Una cámara subjetiva iba grabando cada paso, muy lentamente. El silencio era total. Dejé mis cosas por ahí, ni sé bien dónde y fui caminando hasta el comedor. Los caminitos me parecían más cortos, como si todo se hubiera achicado.
Cuando pasé la arcada que une el comedor con el que fue el internado de chicos, vi al Sr. Ontiveros que se paseaba poniendo orden. Y ahí me encontré con varias personas que charlaban y tomaban mate, muy alegres.
Mi aparición debe haber sido cual la de un fantasma porque todos se dieron vuelta, me miraron y se callaron casi a la vez. Les dije que hacía 30 años. Se sonrieron y empecé a lagrimear.
Luego de un rato, llegó una de mis amigas de aquella época y Milo nos llevó hasta donde estaba reunido el resto. Mucha emoción con algunos encuentros y mucha curiosidad con otros. Saber qué había sido de ellos en todos estos años. No era fácil hacer un repaso de años con cada uno, así que tuvimos que sintetizar. De los que fuimos pupilos de nuestra promoción, sólo llegamos tres.
Creo que aquella promoción del año 72 persiste en el recuerdo de muchas personas del Colegio, porque fuimos marcados por la temprana partida de varios de nuestros amigos y compañeros, cuando aún no podíamos entender qué era eso de irse de este mundo. Así, pasaron por nuestra emoción varios de ellos y los recuerdos de hazañas y correrías propias de la edad. Enamoramientos, andanzas, encuentros y desencuentros,… Inevitable el reiterado recuerdo de Biry, que marcó definitivamente la vida de muchos, empezando por la mía.
Por la noche compartimos la cena contándonos la vida y reencontrándonos con los que iban llegando. Hubo música de ex alumnos y luego, la fogata. Nunca voy a olvidar mi primera fogata, con el Dr. Urcola. Me tocó hablar esa vez y recuerdo mis palabras de niña con ojos asombrados. Había llegado 9 meses antes de un pueblo que no figura en los mapas y aún me deslumbraba todo. Fui feliz esta vez al escuchar a otros que, como yo, recordamos en voz alta nuestro tiempo en el Colegio y coincidimos en el enorme privilegio que fue para nosotros, porque por el resto de nuestra vida, cada uno fue portador de los ideales labrados por haber entonado un himno glorioso.
Empezó a llover y los que nos quedábamos a dormir, entramos en el internado para seguir charlando. Me sorprendió mucho ver a ex alumnos de países limítrofes. Yo que no había ido por tanto tiempo y ellos que venían de tan lejos.
De a poco, nos fuimos yendo a dormir, aunque es una verdad a medias. Nos quedamos conversando hasta muy tarde. Finalmente, fueron cuchicheos de una cama a otra. Lo asombroso fue volver a ver, a tocar, a oler cada cosa que había sido parte de nuestra vida. De la mía, por cinco años. Así, caminaron esa noche entre nosotras aquellas señoras que fueron nuestras guías y maestras sublimes de esos años de vida tan importantes. Cada una con su estilo, con su gracia, con sus retos y sus consejos, nos ayudaron a pasar nuestros pesares y compartieron nuestras alegrías y emociones. Ellas fueron las mujeres que tuvieron que explicarnos lo que nuestros padres no podían, las que de una manera u otra estuvieron junto a nosotras, cuando los dolores de la adolescencia se hacen carne. Vaya mi recuerdo en estas líneas para: la Señora Robinson, la Señora Yorston y la Señora Lucía, que me llamaba cariñosamente “la loca del Chaillot”.
Desayunamos y luego fuimos al culto. No pude parar de llorar. Allí me había bautizadoel pastor Ortega a los 14 años. Allí había estado por última vez en un encuentro de oración por los que se habían ido. Este estado de emoción aún perdura en mí y es el que llevo puesto como un regalo inesperado de Dios que nos brinda el milagro sintetizado en un segundo y a veces no nos damos cuenta.
Cuando salimos, había muchísima gente charlando y empezamos a encontrarnos con más y más ex alumnos con los que habíamos compartidos el colegio. Horas y horas de aulas y deportes. Aparecían caras que guardaban rastros de aquellos años. Ni quiero imaginarme lo que sería para los otros ver la mía, con más años y más kilos.
Cuando la Banda empezó a tocar, nos abrazamos con Miriam Ibáñez con la que fuimos bastoneras por dos años. Es imposible ponerle palabras a toda esta emoción. Los lugares que recorrimos, las horas de ensayo, las caras que recordamos, todo fue en cámara lenta y hubiéramos preferido que no tuviera fin.
En el almuerzo se dieron más encuentros, más abrazos y más llantos. Pudimos sentarnos un rato con la que fuera nuestra madre y maestra, profesora y consejera: la Sra de Rossi. En su casa pasamos muchas horas de estudio, de mate y charlas amorosas. En nosotros ella abraza a su hija y nosotros -los de la promoción 72- sabemos que en ella abrazamos a nuestra compañera y amiga, Clara.
Así, fue cayendo la tarde y cada uno se fue yendo despacio. Pampita me trajo hasta el centro, rumbeando para la suya, a miles de kilómetros. Cuando llegué a mi casa, no pude parar de llorar por mucho rato. Repasé sensaciones y sentimientos, caras y emociones, historias de amor y despedida. Pero lo único que importaba es que había podido ir, había podido entrar otra vez al Colegio.
Tuve oportunidad de ir otras veces y me la negué. Aún no era el tiempo. Esta vez, puedo decir que de un día para el otro, en esa pernoctada, supe que Dios me había enviado para saldar deudas pendientes conmigo misma, para perdonar y perdonarme y para susurrarme al oído que si soy quien soy y mis hijos son quienes son, es también, porque durante cinco años, tuve personas que no sólo me enseñaron materias de un programa escolar, sino que me dieron bases sólidas y firmes para ser una mejor persona, que en definitiva es lo único que importa.
Sentí que mis padres, habían elegido muy bien, que me habían dado lo mejor, porque era lo que estaba acorde con lo que ellos deseaban para mí. Sentí que en esa noche de pernoctada en el Colegio, pude entender con la mente y comprender con el corazón, definitivamente, que Dios hace perfectas todas las cosas. Porque me llevó de su mano a reconocerme finalmente en ese tiempo, como me había llevado a los once años desde un pueblo que no figura en los mapas.
Nota publicada en la Revista Ariel del Colegio Ward.
Octubre 2004
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