Resonancias de la Palabra en este Día de la Madre
Hoy se conjugaron para mí de manera asombrosa el Día de la Madre y las lecturas de la Liturgia. Leímos el libro del Éxodo 17,8-13; el Sal 120,1- 2.3-4.5-6.7-8; segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo (3,14–4,2). Y en el Evangelio, Lucas que nos dice: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?».
Soy hija de una mamá que fue católica hasta los 15 años −y luego se hizo evángelica− y de un papá de familia católica, pero que no practicaba.
El Señor me vio enojarme por un gran dolor a los 15 años, igual que mi madre. Pero yo me fui del todo de Dios. Le colgué los botines. No quería ni oír hablar más de Él. Mi madre, con desesperación y fe firme, oró por mí y por mi hermano menor sin desfallecer.
Él me esperó, me guardó, me cuidó, me salvó de la muerte y me dio optimismo y fuerza en la desesperanza. El Señor me guardó a su sombra, estuvo a mi derecha; de día el sol no me hizo daño, ni la luna de noche. Pero sin que pudiera darme cuenta que era Él. Así, por muchos años. Me dejó investigar, comprar discursos y filosofías y buscar por muchos lugares. Mi madre oró por mí desfallecer, sin bajar los brazos en la batalla y sin juzgarme.
En ese peregrinar, Dios me mostró mundo, humanidad y también pensamiento de hombres y mujeres de diversos tiempos y lugares. El recorrido fue largo, apasionado, tentador y también pecador. Y mi madre siguió orando sin saber si iba a llegar a ver a sus hijos de vuelta con Dios. Porque ella escuchó al apóstol Pablo que dijo: “permanece en lo que aprendiste y creíste, consciente de quiénes lo aprendiste, y que desde niño conoces las Sagradas Escrituras: ellas pueden darte la sabiduría que conduce a la salvación por medio de la fe en Cristo Jesús”.
Él me dejó libre y soltó mucha tanza del reel de la caña de pescar. Me dejó ir lejos y creer que yo “hacía la mía”, que iba a poder sola, que no había existencia fuera de mí que pudiera comandar mi vida. Y mi madre oraba y oraba. Mi hermano se había convertido y ahora, ambos estaban orando por mí.
Después de muchos años, Él por fin pudo abrir mi corazón a través de una experiencia de vida y muerte, de la mano de un ser que partía. Fui a la Misa de cuerpo presente. Se fue otro amigo más de mi mano, y el responso lo hizo un sacerdote. Al poco tiempo, con la mente confundida y sin saber por qué, me encontré un día pidiendo la Eucaristía en la parroquia adonde quiso traerme, a más de mil kilómetros de mi mundo habitual. Me había traído al desierto, para hablarme al corazón.
Eucaristía, Pan del Cielo, síntesis de toda síntesis. Redonda perfección de la Gloria de mi Señor que, vivo en mí, comenzó a latir cada vez más fuerte, cada día más hondo. Viva eternidad que se hace presente y ES, más allá de todo pensamiento y sentimiento.
Así, volví a DIOS! Había salido de cuna evangélica y ahora, YA volvía a casa: la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Mi madre trató de entender con asombro y con alegría. Ella que como la cananea, había gritado: «¡Señor, Hijo de David, ten piedad de mí! Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio».
Mi hermano le decía a mi madre: “viste, Lucre ya está más cerca, ya la vamos a traer a nuestra iglesia”. Seguimos dando testimonio de ecumenismo hasta el día de hoy. Mi madre, que se fue feliz porque yo la bauticé mi santa Mónica, antes de partir pudo conocer la vida de san Agustín y de otros santos y santas y, ante el reconocimiento de la diferencia entre Eucaristía y Santa Cena, pidió a un sacerdote, comulgó, se confesó y recibió la unción de los enfermos en la plenitud de sus facultades mentales.
En el transitar de esta nueva vida nueva, empecé a ver, percibir e intuir que lo que el Señor me había mostrado del mundo era parte del conocimiento adquirido para dar testimonio de lo que NO ES de Dios, para entender sus signos y la más importante, sin duda, para alabar su Nombre.
En esta inevitable pretensión de conocer razones de mi Fe y los misterios de mi Dios, empecé a comprender que la familia trinitaria está inscripta en el corazón del hombre, que por ser como es, pequeño y frágil, Dios la regala para que pueda sostenerse y entenderse a sí mismo y en relación con los demás.
Allí, en ese lugar sin tiempo ni espacio, en la danza armoniosa del amor trino, se dieron cita todos mis anhelos de adolescente: igualdad y solidaridad, justicia y paz, verdad y amor. La identidad comenzó a ser algo nuevo y pleno. Sentir el linaje de toda la humanidad en un Jesús cuerpo y sangre de todos, fue empezar a vivir otra vida. Concebirme como parte de la heredad de Dios, fue ver a toda la humanidad hermanada de una manera diferente a la que se justifica con el pensamiento y la filosofía, con la política o la ideología.
Dios no necesita que justifiquemos nada. Su justicia nos iguala y nos contiene. Dios se dona y nos regala lo justo y lo necesario a manos llenas. Hay para todos y quiere ser de todos. Jesús nos dijo con su vida, su muerte y su resurrección, que Dios Trino y Uno es vida plena y vivificante. El Espíritu Santo se derrama en dones y carismas para ajustar la misión a las necesidades de la construcción del Reino.
Hoy, en la maternidad orante de este seno trinitario que nos da vida actual y eterna, pude encontrar la oración maternal de mi propia madre que supo perseverar −sigilosa y osada− mostrándome que la Fe es la Esperanza en el Amor, que mueve montañas.
20 de octubre 2019
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