Ante las realidades que hoy nos llaman desde la agenda pública y mediática y desde las situaciones personales que cada uno vive a diario, será incómodo pero justo y necesario volver a preguntarnos qué tanto y cómo estamos honrando a la democracia.
Podemos honrar a quienes la pusieron en pie, pero no basta. Podemos realizar actos memoriosos para quienes dejaron los huesos en el camino, pero no basta. Podemos hacer marchas y contramarchas, pero no basta. Podemos llenarnos la boca de discursividad política e ideológica, pero no basta.
Si podemos aceptar que nuestra democracia es lo que hemos construido con lo mejor de nosotros pero también lo que hemos hecho mal y ver en qué nos equivocamos, tendremos el punto de partida para reflexionar honestamente sobre lo que estamos haciendo hoy y cómo queremos seguir.
Es bueno reconocer los logros, que no son pocos, pero también es bueno y saludable analizar en profundidad aquellas cosas que repetimos con insistencia, erróneamente, las que aún no aprendimos, las que están pendientes.
Aún tenemos una indiosincracia que no nos permite madurar, ni terminar de definir qué proyecto de país queremos, porque los argentinos declamamos lo que queremos pero nos cuesta empezar por casa. No somos un montón. No somos el eufemismo “la gente”. Somos personas y cada uno de nosotros debe empezar por su propia casa para poder mirar lo que está aún sucio, desprolijo, desarreglado. Lo que nos hace incoherentes entre lo que decimos y hacemos. Lo que esperamos que haga otro. Lo que no veo que necesita el otro y no me permite compadecerme ante su sufrimiento. Eso construye nuestro ser persona y nos constituirá como comunidad, pueblo y nación.
Esta democracia nos está diciendo que aún es adolescente. Y como buenos adolescentes, “no sabemos lo que queremos, pero lo queremos ya”, y aún necesitamos un padre o madre que nos diga lo que tenemos que hacer. Así vamos eligiendo a nuestros gobernantes, esperando que sean como magos o dioses que nos solucionen la vida. Y apelamos a ellos como “estado”, sin entender aún que el Estado somos todos y ellos son hombres o mujeres a quienes les cedemos el poder con nuestro voto. Luego nos quejamos por la corrupción, nos rasgamos las vestiduras y decimos “yo no los voté”, como si en los libros de historia fuera a quedar nuestro nombre para explicarlo.
Podemos ver que seguimos tomados por una cultura que hace de las transgresiones su forma mas evidente de vivir. Y nos siguen delatando muchas cosas. No pagar las obligaciones tributarias, la corrupción aceptada en situaciones mínimas como si en lo poco se justificaran, una justicia que aún no aborda ajustadamente la criminalidad, la irresponsabilidad de la automedicación, las faltas a normas de tránsito, el trabajo en negro, el salto a las normas jurídicas. Todo esto habla de la transgresión a las normas −sean estas éticas, morales, jurídicas, sociales−, al respeto a la constitucionalidad de nuestro pueblo. Hay una idiosincracia a cambiar respecto de nuestras obligaciones cívicas y sociales más básicas.
Esto también mide los valores que sustentan o no a nuestra democracia. Declamamos en público sobre estos valores, pero a la hora de ejercerlos personal y comunitariamente nos sigue costando y mucho. Tenemos el derecho y el deber de involucrarnos en la recreación de valores básicos que no tienen colores políticos, ni discriminan a nadie.
También nos hace falta aceptar los tiempos de consolidación de estos procesos que –por etapas– nos permiten ir sembrando, regando y cosechando, acorde a la naturaleza de cada situación o necesidad.
Y lo más alto −que es en lo que estamos más bajo− necesitamos recrear el valor de la vida como condición primaria y original; apostar por cada vida humana y entender que no hay estadísticas que midan el valor de una vida, ni el hambre de una persona. Sin duda, es por donde deberíamos empezar en estos momentos que vivimos, para poder decidir desde dónde y con qué herramientas trabajar todos los demás valores de la democracia.
Recrear el valor de la vida es una actitud cotidiana. Se mide con el dolor, las muertes anticipadas, las ausencias de vida verdadera y la falta de miradas a lo sagrado, único e irrepteble que hay en cada vida humana. Con el trabajo, la salud y la educación de todas y cada una de las personas. Y en el valor que le demos a cada vida, podremos medir las fortalezas y debilidades de nuestra democracia.
Esto implica el ejercicio consciente y concreto de algunas cosas a las que no estamos muy acostumbrados: el reconocimiento del otro como persona digna y libre; la solidaridad comunitaria, que hace a la calidad humana con la que construimos una sociedad; la apuesta por lo equitativo, que hace a la igualdad de derechos sin excusas.
En la construcción diaria de una responsabilidad compartida −tanto en lo personal, en nuestras relaciones cotidianas mas cercanas, como en la vida comunitaria−, pondremos el sello de los valores inalienables y siempre vigentes de una cultura del encuentro y la vida. Salir al encuentro de lo que nos une, y lo que nos une es la vida. Todos somos corresponsables en esta tarea.
Y esto está enlazado por una corriente que nos une y que no deberíamos tener miedo de llamarle “amor” porque −aunque la palabra está en desuso−, sin duda es donde se apoyan verdaderamente los fundamentos de la trascendencia humana y la palabra cobrará sentido siempre que se lo ejerza.
Honrar la democracia es amar al prójimo sin medida, sin especulación y sin manipulación.
LC
30 de julio de 2018
Nota publicada en www.noticiasnqn.com.ar
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