Desde hace algunas décadas el ser humano se ve arrollado por la necesidad de encontrarse a sí mismo en este mundo que lo ha superado con sus propios inventos y descubrimientos. La capacidad de desarrollo tecnológico del hombre ha superado la capacidad de comprensión de los mismos y por ende, de adaptación a ellos. El acelerado proceso de cambios en el que estamos inmersos, nos ha ido sometiendo a un desfase entre nuestras percepciones naturales e inteligentes –tanto objetivas como subjetivas– y nuestra capacidad natural de adaptación a los cambios dentro de ese mismo proceso de asimilación.
Cuando hablamos de su adaptación, miramos al ser humano en todas sus dimensiones y de manera integral: física, psíquica y espiritual.
Sin duda, una de las experiencias humanas más dolorosas, que más huellas dejan en el alma, es la experiencia de la intemperie, la de saberse solo y sin nada ni nadie que lo cobije, la experiencia de no pertenecer y por consecuencia de no ser ya que si no se pertenece no se puede ser.
Además, la complejidad de los procesos sociales, políticos y culturales en nuestro país ha generado el fenómeno de la destitución de las instituciones, como son el Estado, la escuela, la familia, es decir, la pérdida absoluta del valor simbólico de las instituciones en el corazón de las personas. Valor simbólico que significaba el saberse protegido, cuidado, atendido, recibido, escuchado, respetado.
“Probablemente no hay palabra alguna que resuma mejor el sufrimiento de nuestro tiempo que el concepto ‘sin hogar’. Revela una de nuestras condiciones más penosas y profundas, la de no tener sentido de pertenencia, un sitio donde sentirse seguros, cuidados, protegidos y amados.” (Henri Nouwen)
Llama la atención que en los planteos de reforma educativa aparezcan muchas consideraciones –cambio de modelo institucional, cambios curriculares, proyectos para achicar la brecha digital– y este grito existencial no sea considerado explícitamente pensando en propuestas que generen escuelas gestoras de comunidad.
Es en este contexto que nos preguntamos qué educador necesitan hoy nuestros alumnos, muchos de ellos venidos de profundas intemperies. Por eso la gran pregunta que debe hacerse un docente es ¿me preparé solo para ser profesor de matemática o para ser profesor de alumnos?
Necesitamos educadores con rostro de puertas abiertas. Hay rostros de puertas abiertas, hay ojos de puertas abiertas, hay sonrisas de puertas abiertas; así como también se encuentran rostros clausurados, sonrisas tapiadas, miradas llenas de cerrojos. Podremos tener aulas inteligentes llenas de netbooks, pero sin rostros abiertos no servirán para nada.
Necesitamos un educador que considerando y aceptando sus propias heridas esté dispuesto a servir para curar las heridas del otro. Necesitamos maestros que – conocedores en su propio pellejo de las heridas de la soledad o del cansancio del
camino– ni las esconde ni se victimiza, sino que las une a la de sus alumnos y las hace gesto.
Un educador que valorando su propia vida pueda imprimir valor a cada una de las vidas que tiene a su cargo; un educador que vuelva a centrar la mirada en las personas, en el ser humano medido por sus necesidades, con su desconcierto y sus miserias; en su desarrollo como prioridad esencial para un mundo mejor.
Sólo en el reconocimiento del valor de la vida de todas y cada una de las personas podremos reconstruir un ser humano pleno. La vida en sí misma no tiene fronteras ni nacionalidades ni razas ni religiones. La vida es el mismo milagro de siempre. Aún cuando conozcamos el ADN, la división del átomo, o hayamos llegado a la luna, seguirá siendo la vida un milagro maravilloso y trascendente.
Cada uno dará su respuesta a este milagro. Más o menos mística. Más o menos científica. Más o menos racional. Pero lo que es insoslayable y urgente que cada uno debe y puede hacer es cuidar la vida en todas sus manifestaciones y dimensiones posibles. La capacidad, la responsabilidad, el coraje y el esfuerzo de cada uno para realizar este trabajo darán como fruto la dignidad de su propia vida. Quien no cuide la vida, quien no cuide las relaciones con los seres que lo rodean no se estará cuidando a sí mismo.
El valor de la vida
Cuando hablamos de la vida, solemos referirnos a nuestro tiempo cronológico sobre la tierra. La vida es mucho más extensa que el tiempo cronológico de cada uno. Cada ser es un eslabón de la cadena. Pero las más de las veces, sólo estamos pensando la vida como el tiempo que dura la propia.
Si pensamos la vida como creadora sin tiempo, como contenedora total de la vida de cada ser y nos disponemos a ser parte de esa cadena, haremos que el valor de la vida de cada uno sea mucho más grande. Si entendemos que cada uno es responsable y garante permanente de la vida, empezaremos a tener una dimensión más amplia del valor de la propia.
Por esto, cada vida en sí misma es única, irremplazable e irrepetible. Cada ser es sagrado porque es un embajador, un representante de esa vida infinita que debemos recrear.
El valor de la vida no se mide en cifras, no se especula en estadísticas. Cuando una enfermedad es mortal, no hay estadística que soporte el dolor de esa persona o el de los familiares. Cuando una sola persona tiene hambre, no hay estadística que explique el porcentaje que bajó el desempleo. Cuando un hombre es muerto por otro hombre no hay estadística que intérprete los índices del crimen y de la delincuencia.
Si empezamos por valorar nuestra propia vida, podremos darnos cuenta fácilmente del valor que cada vida tiene. Y la vida de las relaciones se alimenta a diario de esta valoración. Nuestro comportamiento es la medida de esa valoración. El deber de cada ser humano parte de su obligación por el respeto a la vida en todas sus manifestaciones y a la humana en particular.
El mundo en general padece de tensiones –falta de paz, guerras, ambiciones–; de oscuridades que parten de un ser humano atacado por la medida de todo lo externo que le acontece –exitismo, facilismo, materialismo–, y padece también de la corrupción proveniente de la multiplicidad de oferta para el todo vale y que abarca todos sus bienes –físicos, mentales y espirituales–.
El mundo está necesitado de un cambio de perspectiva y necesita de nuestro esfuerzo para cambiarlo. De las necesidades nacen las obligaciones y es por eso que de esa necesidad nace nuestra obligación de poner la vida como valor supremo, porque debe ocupar el centro de atención de nuestros pensamientos, reflexiones y acciones.
¿Cómo prepararse uno mismo para enfrentar los cambios? Si bien no hay reglas únicas, hay algunos pasos a seguir que podrían orientarnos. Uno es practicar la inofensividad, lo que quiere decir ser transparente, directo, frontal, mostrarse como uno es y no como piden los demás. Segundo, no desear nada para mí mismo, separado del mundo, lo que significa sencillamente, no ser egoísta, buscar lo que nos une como ciudadanos de este mundo, ir al encuentro de lo que le pasa al otro. Tercero, buscar el signo de lo sagrado y único que cada vida tiene en sí.
La educación en valores involucra a la familia, a los educadores y a toda la sociedad que los sostiene. Y el primer valor sobre el que se sustentan todos los demás, es el valor de la vida.
La familia tendrá puesto su énfasis en la educación del SER, por lo que sus miembros son aceptados por lo que son, mientras que en la sociedad se plasma lo que tiene que ver con la educación del HACER y sus miembros son aceptados por lo que hacen.
Por lo tanto y en primer lugar, debemos prestarnos al abordaje de un sinceramiento profundo ante un desafío que nos iguala, acerca de aquellas cosas que necesitamos para renovar nuestras formas de fundar valor en cada gesto, en cada actitud y asumiendo nuestra responsabilidad vital primera de comenzar a dar valor a nuestra propia vida.
Desde cada espacio educativo se puede lograr una sensibilización hacia la apropiación del tiempo cronológico que nos toca vivir a cada uno, pero también del tiempo histórico que nos permitirá trascendernos a nosotros mismos; formándonos y formando, educándonos y educando para una vida plena, sustentada en cada uno de los valores que nos hacen libres y nos permiten vivir en paz.
Valor y Bien
La significación y el sentido de la palabra valores –como muchas otras palabras y conceptos cargados de subjetividad– han ido sufriendo variaciones a través del tiempo y según las épocas.
Puede haber muchas maneras de abordar la perspectiva del valor o los valores. Habitualmente, cuando nos referimos a valores, damos por sentado que son aquellas cosas constitutivas y fundantes del ser humano desde una perspectiva filosófica, religiosa o de una cultura social en su conjunto dentro de una época determinada.
Aquí, decimos que valor humano es aquello que viene dado por la necesidad*–y por ende la obligación– de apreciar, generar, alimentar y ejercer todo aquello que de como resultado el bien. Los valores son síntesis de los estados de vida del ser humano que la dirigen hacia lo mejor y a su vez la potencian hacia la generación de más y mejores valores, dando como resultado la multiplicación geométrica de los mismos.
Así, podemos decir que aquel valor que se practica constantemente, que se orienta al bien y que contribuye a la realización de la persona traerá como efecto el desarrollo de la virtud.
Entonces, la virtud viene del hábito de proponerme algo, tener la capacidad para hacerlo y saber que eso que quiero y puedo hacer es lo que debo hacer para hacer el bien a otros o hacerme el bien.
El bien es aquello que nos genera paz, ternura, felicidad de espíritu, bondad, conciencia de grandeza humana, de justicia, de verdad, de pureza y de belleza. El bien es el estado en que el ser humano se siente en armonía en cuerpo, mente y espíritu.
El valor (virtud), aquello que generado por el sentido del bien da frutos de dignidad, de generosidad, de alegría, de virtuosismo, de solidaridad, de responsabilidad, de compromiso, de templanza, de amor, de tolerancia,... Cuando hablamos de alguien que es bueno, que es digno de aprecio y estima, que es alguien sano, que es solidario, decimos que esa es una persona llena de “valores”.
Es por eso que valor (virtud) y bien son dos conceptos que trabajan encadenados. No se puede hablar de valor si no es aquello que viene del bien y quiere vivir en el bien. Y a su vez, es el bien quien genera el valor.
Es por eso que los valores siempre tienen características comunes que podemos definir claramente: son durables, hacen a la integridad de la persona, dan satisfacción a quien los ejerce y sostiene, tienen su contracara en su polo negativo, son trascendentes, son aplicables en nuestro accionar, son multiplicadores del bien…
*Las necesidades de una vida humana son físicas, psíquicas y espirituales: alimento, techo, calor; libertad, paz, igualdad, solidaridad, verdad, amor.
Educar en valores
Los valores entonces son parte constitutiva del ser humano, sean estos naturales o adquiridos. Son fundantes, imprescindibles y ordenados al bien.
Las instituciones educativas ayudan a identificar los procesos que engrandecen o debilitan esos valores, por lo que tienen una inmensa responsabilidad individual y colectiva en el cultivo y apropiación de los mismos por parte de los niños y adolescentes que las integran.
Esta apropiación estará dada –no solo por lo que se les manifiesta desde los modelos de referencia que tienen en padres y maestros–, sino desde la vivencia personal palpable, concreta, que les permita interiorizar y practicar los valores. Para eso, es necesario que conozcan la naturaleza de los mismos, dándoles ejemplo y herramientas que les permitan encontrarlos por sí mismos dentro de su propia vida, valorándola, estimándola, sintiendo que son piezas únicas en la cadena de la vida.
Algunas condiciones necesarias para educar en valores
Los valores en educación solamente pueden proponerse, nunca imponerse. Con toda seguridad ningún adolescente permitirá que se los impongan. Si se trata de niños, corresponde al educador (padre de familia o profesor) la iniciativa y la imaginación para que los valores aparezcan conjugados con su propia vida. Los valores sólo se constituyen en tales, si las personas los hacen suyos y los ejercitan libremente.
No es posible educar en valores marginando las vivencias del estudiante. Los valores están para dar sentido a la vida; no para desnaturalizarla o descartarla. Lejos de sustituir las experiencias, las realizaciones de cada día deben formar parte de ellas. Vano y hasta contraproducente puede ser el esfuerzo de reducir la educación de valores a simple información. Estos sólo se incorporan a la vida personal a través del ejercicio, de las actividades y de las experiencias.
Educar en valores significa compartir valores con los demás y formar la propia personalidad. Lejos de encerrar a una persona en sí misma, los valores conducen a la comunicación con los demás, a ser solidarios. Quien educa no podrá ejercer influencia positiva sobre sus discípulos, si él mismo es incapaz de vivir los valores que predica.
La educación en valores requiere una coherencia personal y un ambiente adecuado favorable. El ambiente escolar debe mostrar siempre un conjunto de estímulos para vivir los valores. Es parte de la responsabilidad de la escuela (directivos, profesores) –y también de la familia– dotar a los alumnos de un ambiente acogedor, en el cual los valores inspiren las acciones de la vida cotidiana. Parte de este ambiente es el testimonio de los padres y de los profesores. Nadie es perfecto, ni siquiera en valores. Aun en el caso de no tener en sí mismos los valores que se quiere inculcar en otros, pueden ofrecer una lección de esfuerzo, sinceridad y apoyo franco, alentando a seguir el camino que uno mismo no pudo recorrer.
La educación en valores es multidimensional, permanente y de integración personal. En la mayoría de los casos, los valores son adquiridos a través de la comunicación. La educación en valores tiene un inicio, pero debe durar toda la vida, ya que busca enriquecer a toda la persona, a la vez que la consolida y la robustece. Los valores adquiridos nos hacen mejores personas.
Es necesario adaptar la educación en valores a las condiciones propias del desarrollo humano de quien aprende. Debemos tener en cuenta que las personas evolucionan, con sus etapas, con ventajas y dificultades propias. El conocimiento de las posibilidades de cada fase de la vida personal de los hijos o de los estudiantes es condición para adaptar la acción educadora. Los valores deben ser presentados y ejercitados de acuerdo con las exigencias y facilidades que ofrece el educando en cada etapa de su desarrollo.
Así, educar en valores se transforma en educar para saberse a uno mismo, para valorar su propia vida, para entender la dignidad que nos habita, para aprender a aprendernos, para aceptarnos. Y para eso, hay que empezar por los educadores que son los padres y los maestros. Entonces, educar en la autoestima es una de las tareas fundamentales. Empezar por casa es la tarea más importante que tiene cada padre y cada educador.
Educar en la Autoestima
“La persona humana es, en su misma esencia, aquel lugar de la naturaleza donde converge la variedad de los significados en una única vocación de sentido. A las personas no les asusta la diversidad. Lo que les asusta, más bien, es no lograr reunir el conjunto de todos estos significados de la realidad en una comprensión unitaria que le permita ejercer su libertad con discernimiento y responsabilidad. La persona busca siempre la verdad de su ser, puesto que es esta verdad la que ilumina la realidad de tal modo que pueda desenvolverse en ella con libertad y alegría, con gozo y esperanza”. Documento de Aparecida, Cap 2, 42, CEA.
Autoestima y Autoconcepto
Es necesario hacer una referencia a estos dos términos que a veces empleamos como sinónimos para referirnos al conocimiento que el ser humano tiene de sí mismo. Podemos estableces algunas diferencias a nivel teórico y práctico.
El autoconcepto es la manera de verse que el individuo tiene de sí mismo como un ser físico, social y espiritual; es el conjunto de elementos y percepciones que la persona tiene sobre sí misma y en el que conviven aspectos estables con otros cambiantes y maleables.
El autoconcepto corresponde a la descripción mental que el sujeto hace de sí mismo en varias áreas: trabajo y escolar, familiar, relaciones sociales, aspecto físico y moral-ética.
En el autoconcepto, se pueden distinguir varias áreas o autoconceptos específicos:
o Autoconcepto académico: abarca la concepción de uno mismo como estudiante. No abarca ni la aptitud y ni el éxito en términos académicos, sino la concepción del adolescente de si es lo "suficientemente bueno", ya que puede ser un estudiante destacado pero no sentirse válido.
o Autoconcepto social: incluye los sentimientos de uno mismo en cuanto a la amistad, y es consecuencia de las relaciones sociales, de su habilidad para solucionar problemas y de la adaptación y aceptación social ("si les caen bien o mal a sus compañeros"; si cree que los demás lo tienen en cuenta y lo aprecian). Este autoconcepto será positivo si sus necesidades sociales son satisfechas, independientemente de si son equiparables a la "popularidad".
o Autoconcepto personal y emocional: se refiere a los sentimientos de bienestar y satisfacción, al equilibrio emocional, a la aceptación de sí mismo y a la seguridad y confianza en sus posibilidades.
o Autoconcepto familiar: refleja sus propios sentimientos como miembro de la familia. Será positivo si se identifica como un miembro querido por su familia, a quien se le valoran sus aportaciones y que se siente seguro del amor y del respeto que recibe de sus padres y hermanos.
o Autoconcepto global: es la valoración general de uno mismo y se basa en la evaluación de todas las áreas. Se reflejaría en sentimientos como "En general estoy satisfecho de cómo soy".
La autoestima expresa el concepto que uno tiene de sí mismo, según unas cualidades que son de valoración subjetiva. Así, el sujeto se autovalora en función de estas cualidades, que son consideradas como positivas o negativas, según lo que ha experimentado a través de sus vivencias.
La autoestima se presenta como la conclusión del proceso de autoevaluación: el joven tiene un concepto de sí mismo y después se valora en más o en menos, se infra o sobrevalora. La autoestima es el grado de satisfacción personal del individuo consigo mismo, la eficacia de su propio funcionamiento y una actitud evaluativa de aprobación que siente hacia sí mismo.
Así, la autoestima se caracteriza por su componente evaluativo y su relación con una variedad de situaciones. Es el concepto que tenemos de nuestra valía y se basa en todos los pensamientos que sobre nosotros mismos hemos ido recogiendo durante nuestra vida. Éste es uno de los principales factores que diferencian al ser humano de los demás animales: la conciencia de sí mismo, la capacidad de establecer una identidad y darle un valor. Tiene un componente afectivo y evaluable, ya que cada descripción de uno mismo está cargada de connotaciones emotivas, afectivas y evaluativas.
La autoestima es el resultado de la discrepancia entre la percepción de uno mismo (la visión objetiva) y el ideal de uno mismo (aquello que la persona valora, lo que le gustaría ser).
Los conceptos de autoestima y autoconcepto están estrechamente relacionados: si la autoimagen (o autoconcepto) satisface a la persona, la valoración es positiva, por lo que eleva la autoestima. En cambio, cuando la autoimagen no satisface al sujeto, se produce una valoración negativa que provoca, a su vez, el descenso de la autoestima. Así, la autoestima mejora o empeora cuando lo hace el autoconcepto. Esta estrecha relación entre autoestima y autoconcepto se podría explicar como las dos dimensiones de una misma realidad: la cognitiva (autoconcepto) y la afectiva (autoestima) Además de la autoestima y del autoconcepto, también se considera la conducta, que se refiere a la decisión de actuar a partir de la valoración de la autoestima.
De esto inferimos que cuanto mas y mejor se conozca una persona a sí misma, mejores sentimientos albergará hacia sí y mejor comportamiento tendrá consigo misma. Por eso creemos que el primer objeto de atención de cada persona debería ser su propia persona.
Por esto, necesitamos educadores que, concientes de sí mismos, puedan ser ejemplo de esta autovaloración natural, y puedan guiar a los educandos:
o en el aprecio de uno mismo como persona, independientemente de lo que pueda hacer o poseer, de tal manera que se considera igual, aunque diferente a cualquier otra persona;
o en la aceptación tolerante de sus limitaciones, sus debilidades, sus errores y sus fracasos, reconociendo serenamente los aspectos desagradables de su personalidad;
o en el afecto, con una actitud positiva hacia sí mismo, de tal manera que se encuentra bien consigo mismo dentro de su propio cuerpo físico;
o en la atención y cuidado de sus necesidades reales, tanto físicas como psíquicas.
o en la autoconsciencia, es decir, en darse cuenta del propio mundo interior, y escucharse a sí mismo amistosamente;
o en la apertura, teniendo una actitud abierta y atenta al otro, reconociendo su existencia y afirmándolo, lo que parte del reconocimiento de que no podemos vivir de forma aislada e independiente de los demás.
Educar en la autoestima es enseñar a sabernos a nosotros mismos y es guiarnos en este aprendizaje de valorar nuestra vida. A partir de esa valoración, empezamos a mirar la vida del otro como valiosa.
“Abordar la vida desde el ángulo de la interioridad es encontrar qué nos hace bien y nos ayuda a encontrar sentido a la vida y qué nos perjudica y nos impide avanzar, es decir, lo que nos hace mal a pesar de su aparente bondad”, dice Elías Cavero Domínguez.
Entonces, educar en valores será el paso hacia una específica conciencia acerca de todo aquello que nos permite respetar, dignificar y ejercer la vida como un todo, respecto de uno mismo (cuerpo, mente y espíritu) y respecto del mundo, porque este camino nos permitirá ir del yo al nosotros, construyendo comunidad y un habitat social propicio a todos por igual.
Este camino de conocimiento, valoración y respeto por las necesidades básicas del ser humano que a todos nos igualan, dará como resultado los bienes comunes de la libertad, la justicia, la paz, la igualdad, la solidaridad, el amor.
Educar para la paz
Educar para la paz es clarificar los aspectos de la relación yo-otro, es precisar las posibilidades de la comunicación en el camino de un acceso al “nosotros” enseñando a las personas no sólo a pensar esa relación, sino también a comportarse de manera que sea exitosa.
Quizá la clave resida en dejar de ver al otro como un externo a mí y empezar a verlo como próximo, como vecino, como igual. La puesta en común de las necesidades básicas, tanto físicas como espirituales, darán un mejor resultado en la conciencia del bien común.
El aprendizaje de la gestión de nuestras relaciones interpersonales es definitoria en este proceso. De ellas depende el advenimiento de un nosotros que permita fundar una paz duradera, que no concebimos como la ausencia de conflictos, sino como la capacidad que nos permite aceptarlos para solucionarlos.
Promover una educación orientada a una cultura de paz es una urgencia que demanda nuestro mundo de hoy. Es un deber de los padres y de los educadores formar conciencias con espíritu crítico, que puedan interpelarse e interpelar la realidad en la que viven, para que puedan optar por contribuir a ella, por ser protagonistas de los tiempos propios y para apropiarse del tiempo que le es propio a cada ser humano.
Diré la paz
Miquel Martí i Pol
Diré la paz por decir que alguna cosa
madura en mí y lentamente me llena
de una claridad que antes no conocía.
Diré la paz como un estallido de hojas,
como una brisa fresca en el verano, como una sombra,
como un gran mar, como una casa abierta,
a la que todos acuden y todos desean.
Diré la paz por decir los árboles que se alzan
delante mismo de mi ventana,
la nieve lejana, y un cielo sin nubes;
diré la paz por decir todo lo que siento.
Que oscuro embrujo, qué sutil presencia,
la plenitud se expresa en cada cosa
si digo paz y la palabra se me aparece
como un deseo de silencio vivo,
como un espacio en el que yo resueno
por mí mismo y por el amor a los otros.
Ahora deshago la trenza de la tarde
tan lentamente que todo se torna sueños,
mengua la luz, la oscuridad me deslumbra,
y todo es vasto, y denso, y necesario.
De todos partes me solicita la vida
y me hago camino, y espera, y esperanza,
diciendo la paz como quien no quiere, queriéndola,
en todas partes el oro del crepúsculo
pone señales de fuego y de misterio.
No quiero nada más que éste estar en las cosas
tan vehemente, éste azar de crecer
de afuera a dentro, incorporando la tarde
que veo morir detrás de las montañas.
Diré la paz por decir todo lo que falta,
todo lo que huye y lo que me hechiza,
el tiempo caduco, el espacio y las palabras,
diré la paz por decirme y por sentirme;
diré la paz también a todos vosotros,
y juntos puede ser, si la deseamos con fuerza,
si nos hacemos escudos contra las fatigas y las envidias,
y un claro abrigo desde donde todo recomience,
veremos cómo crece y deviene el gesto solemne
que confiere al gesto su valor de símbolo.
Diré la paz desde mi altura
de hombre sencillo, con dudas y carencias;
diré la paz para decirlos a vosotros;
diré la paz para decir cómo los amo.
Mayo del 2011
Texto de mi autoría presentado con motivo del debate en el Foro Educativo. Neuquén.
Comments