Los creyentes cristianos, tanto evangélicos como católicos, en estos días previos a la Pascua de Jesús, vamos leyendo lo que aconteció en aquellos días a través de los evangelios. Entre el Martes Santo y el Miércoles Santo, estamos invitados a discernir en profundidad lo que significan las lecturas que nos presentan el Evangelio según Juan (martes 7 de abril: Juan 13, 21-33.36-38) y el Evangelio según Mateo (miércoles 8 de abril: Mt 26, 14-25).
Reflexionar y meditar lo que allí pasó en ese momento, lo que nos llega de eso hasta nuestros días y se nos impone en nuestros tiempos.
En primer lugar, para darnos cuenta de que todos los hombres y mujeres de la Biblia –en el Antiguo Testamento que compartimos en parte con los judíos, como en el Nuevo Testamento compartido con los creyentes evangélicos− hablaron para todos los hombres y mujeres de todos los tiempos. Y en Jesús, se cierra y consuma todo predicamento. Porque Jesús habló para todas las personas de todas las naciones de todos los tiempos.
En segundo lugar, para ver cuál es nuestra tarea actual. Discernir lo que nos dice para el hoy, para anclarlo en nuestra realidad y poder comprender con el corazón en qué sentido debemos obrar en el cómo de cada día.
El texto del martes, del Evangelio de Juan, se centra en la traición de Judas, y de algún modo en la de Pedro. Mientras el cuarto evangelista se centra en el pecado del traidor y en la “noche” que se genera en su corazón cuando sale del cenáculo, el miércoles, desde el Evangelio de Mateo, se suman otros actores a la traición, y el entramado adquiere cierta institucionalización: los sumos sacerdotes, el templo, etc… ya no es sólo la falta del amigo, del compañero, “del que untaba el pan en el plato”, sino de muchos que la transforman en estructural, corporativa. En Juan el impulso al mal de Judas es personal −come y sale−, en Mateo ese Judas es quien en primer lugar va ver a los sumos sacerdotes para negociar y los encuentra predispuestos a comerciar por unas monedas para que entregue a Jesús. Encontró socios. Encontró a otros que, como él, están dispuestos al mal. Es decir, la traición se institucionaliza.
Las pulsiones de maldad encuentran en las instituciones y estructuras un canal propicio para su desarrollo. No es ya el pecado personal, sino la suma de esos pecados personales que suponen la complicidad de una estructura indiferente. Esto lo vemos en lo político, en la ciudadanía, en la sociedad y también dentro de muestra Iglesia.
Así es como la traición −el pecado, el mal, la muerte− se institucionaliza, porque requiere de estructuras corporativas. Y eso hace demasiado mal. Mucho más mal. Porque se efectiviza el caos de la mentira, de la confusión, de la manipulación, de la especulación. Y eso, suele venir acompañado de una carga viral que mata todo equilibrio humano.
Se necesita de varias personas procesando lo mismo, en el mismo sentido, para que algo cobre dimensión de estructura y en ese entramado están insertas las personas que tienen disponibilidad a colaborar con el mal en mayor o menor medida.
En la encíclica Sollicitudo rei Socialis (#36), san Juan Pablo II dice que sin el concepto de estructura de pecado no es posible comprender en profundidad el mundo actual.
Y en la Audiencia General del miércoles 25 de agosto de 1999, señala que “la conciencia del pecado se ha debilitado notablemente. El drama de la situación contemporánea, que da la impresión de abandonar algunos valores morales fundamentales, depende en gran parte de la pérdida del sentido del pecado”.
Asimismo, recuerda el texto de la exhortación apostólica postsinodal Reconciliatio et paenitentia (diciembre de 1984), «la Iglesia, cuando habla de situaciones de pecado o denuncia como pecados sociales determinadas situaciones o comportamientos colectivos de grupos sociales más o menos amplios, o hasta de enteras naciones y bloques de naciones, sabe y proclama que estos casos de pecado social son el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales. (...) Las verdaderas responsabilidades son de las personas» (n. 16).
Podemos repasar este documento y otros. Y llenarnos la boca con los documentos del papa Francisco porque nos gusta tomarlo superficialmente y hacer de ello soberbia argentina. Pero de nada servirá, si no estamos alerta a las posibilidades de quedar entrampados en estas estructuras y seguimos siendo parte de lo que se institucionaliza con la cobardía de quienes prefieren la mentira, el ocultamiento, la especulación.
Por todo esto, cada persona −creyente o no− puede hacer de esta Pascua un camino para la reflexión personal. El de mirar profundamente en qué parte se es cómplice o no de las estructuras que institucionalizan la falta de valores verdaderos, esos que no se debaten y que no se sostienen con respuestas filosóficas o argumentos políticos.
Lucrecia Casemajor
Abril 2020
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