“Cuando estaba por cumplirse el tiempo de su elevación al cielo, Jesús se encaminó decididamente hacia Jerusalén y envió mensajeros delante de él”. Lc 9, 51-52
Nuestra Biblia cita casi mil veces la ciudad de Jerusalén. Y allí están los que entran, los que salen; los que suben, los que bajan; los que llegan, los que se van y los que vuelven de Jerusalén. Ahí la Jerusalén limpiada, habitada, amurallada, protegida, liberada, acosada, levantada, combatida, asediada, rodeada. Los palacios y las torres, las puertas, casas y calles de Jerusalén. Y en ella los profetas, deportados y cautivos; los habitantes, los hijos y las hijas; los servidores, vecinos, testigos y discípulos; los santos y hermanos de Jerusalén. El Templo y altar de Jerusalén. La celestial, con calles de oro y ríos de cristal.
Una Jerusalén que recorre la historia de la humanidad, de la Iglesia y de la salvación, para nuestra vida en presente. Una ciudad que se deja recorrer con nuestra mirada de hoy como lugar y espacio siempre nuevo donde redoblar la esperanza.
Y dice el apóstol san Lucas que Jesús se encaminó decididamente hacia Jerusalén. Jesús que llama a la construcción del Reino hoy, sin demora, y nos propone ir decididamente a Jerusalén, como Él lo hizo.
Entonces nos podemos preguntar: ¿cuál es mi Jerusalén? ¿Cómo me imagino, pienso, y discierno mi Jerusalén? ¿Qué Jerusalén estoy buscando? ¿Cuándo me siento ya dentro de la ciudad?
Si la construcción del Reino es hoy, aquí, en el lugar en el que estoy, sin duda tengo que discernir cuál es mi misión y en qué me quiere el Señor hoy. Y la pregunta se puede hacer a diario.
Porque cada día nos encontramos decididamente trabajando para el Reino, cuando vamos hacia la Jerusalén de los habitantes que nos rodean: nuestros vecinos, hermanos y habitantes deshabitados de amor por la pobreza de la que todos somos un poco responsables. Vamos decididamente a encontrarnos en Jerusalén cuando podemos ver a conciencia los que piden justicia y verdad. Cuando aceptamos las realidades para acompañarlas a destajo, sin responder solamente con falsas cruces y denodadas plegarias.
Y también construimos el Reino y nos encontramos en Jerusalén cuando entramos en la intimidad del Señor, a través de los sacramentos, de la oración y del cuerpo comunitario y místico de Cristo que celebra su acción de gracias en la Eucaristía. Eso lo hacemos para salir luego de nosotros mismos y llevar a Jesús a otros de manera comunitaria.
Porque no somos cristianos que sólo llevamos la Esperanza para llegar individualmente a la Jerusalén celestial después de haber partido de este mundo. Somos cristianos porque en cada paso podemos saborearla si nos encaminamos decididamente hacia el otro, como esa oportunidad que el Señor nos brinda y nos pide de ser respuesta hoy, sin demora para los que más sufren.
Y el Señor se encarga luego de donarse individualmente en momentos de revelación, iluminación y gozo cuando nos sentimos en casa, en la Jerusalén que se muestra en su plenitud en la contemplación, en la oración y en la adoración eucarística. Y como no nos cabe el asombro que nos produce, nos saca nuevamente de nosotros para salir a buscar la Jerusalén que afuera de mí está esperando.
octubre 2019
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